El Gobierno no puede seguir haciendo el ridículo ante el mundo entero

No podemos llegar al 16 de julio en estas condiciones. El Gobierno está obligado a proporcionar las cifras reales de fallecidos por el coronavirus y debe hacerlo necesariamente antes, mucho antes, de que se celebre el acto solemne en memoria de las víctimas de esta pandemia contra la que todavía estamos luchando y de la que no sabemos si va a regresar redoblada ni tampoco cuando lo hará.

Somos el único país que no proporciona regularmente información sobre los muertos de cada día o de cada semana. Y no solamente es que llevemos 12 días sin recibir la menor información, lo cual resulta tan injustificable como inadmisible. Es que, además, las explicaciones que los portavoces del Gobierno ofrecen para disculpar este silencio tienen más que ver con una perorata de Cantinflas que con una exposición mínimamente -sólo digo mínimamente- razonada y comprensible para la opinión pública.

Lo de la ministra portavoz el martes pasado cuando respondió, o pretendió que alguien se creyera que respondía, a dos preguntas de periodistas que se interesaban por el número real de fallecidos por la pandemia, fue de juzgado de guardia y será recordado como prueba palmaria del desprecio que un dirigente político puede llegar a exhibir sin vergüenza ante su obligación de proporcionar una información veraz y contrastable a los ciudadanos.

Nadie en España se cree a estas alturas que hayan muerto 27.136 personas. Pero es que tampoco se cree nadie que la cifra real vaya a aumentar hasta los 28.000. No es verdad y no puede serlo. Basta con comparar ese dato con los que proporcionan instituciones tan respetables y tan acreditadas profesionalmente como el Instituto Nacional de Estadística o sistemas tan contrastados como el de Monitorización de la Mortalidad diaria para darse cuenta de que nos están engañando o, al menos, que no nos están contando la verdad.

Ninguno de los cálculos proporcionados por esas dos fuentes baja de 43.000 muertos por coronavirus pero el Gobierno, con su presidente a la cabeza, insiste en manejar la cifra de 27.000 como hizo este miércoles pasado el propio Pedro Sánchez cuando anunció la celebración del acto solemne en memoria de los fallecidos.

El problema que tiene ahora mismo el Gobierno es que no se puede presentar el 16 de julio con esa versión de los efectos mortales de esta crisis sanitaria porque el escándalo que se originaría en todo el país sería de tal calibre que anularía por completo el eco del homenaje previsto, por muy solemne y muy bien preparado que estuviera el acto.

Y tampoco podemos ignorar que el empecinamiento del Gobierno en no dar los datos verdaderos de fallecidos por el Covid-19 sería la única noticia relevante del día en todos los medios internacionales que ya llevan tiempo señalando la anomalía de España en un tono cada vez más crítico. Es urgente, por lo tanto, que las autoridades sanitarias se pongan las pilas y actualicen con urgencia las cifras verdaderas.

Y tampoco pueden tardar demasiado porque resultaría intolerable y escandaloso que, a dos días de la convocatoria del homenaje a las víctimas, el Gobierno se descolgara con la verdad. Ni sería tampoco de recibo que el salto de los muertos contabilizados fuera de tal magnitud que quedara al descubierto que lo que ha habido en este tiempo de silencio y de explicaciones rocambolescas ha sido en realidad el miedo, más bien el pavor, de los responsables gubernamentales a enfrentarse a la verdad y al consiguiente juicio crítico de la opinión pública.

No le queda mucho tiempo al Gobierno para enmendar este entuerto. Menos de un mes para que los ciudadanos vayan asumiendo que las consecuencias letales de esta catástrofe han sido mucho más abultadas que lo que las versiones oficiales han venido manteniendo hasta hoy mismo. Y si el salto de cifras es, como me temo, muy alto, demasiado como para justificarlo como resultado de un reajuste de criterios de cómputo, demasiado también como para que la ciudadanía lo digiera de un solo trago, los responsables sanitarios siempre podrían en un caso extremo ir suministrando la cifra en dosis homeopáticas para que la sociedad española vaya encajando la realidad de lo sucedido.

El acto solemne de homenaje a los fallecidos por el coronavirus va a tener también una dimensión de agradecimiento a los vivos, lo dijo el miércoles el propio presidente. Pero dijo que sería un homenaje «a los servidores públicos que han estado en la primera línea luchando contra esta pandemia durante los últimos tres meses». Nada que objetar sino todo lo contrario: no nos queda sino aplaudir esa iniciativa.

Pero hay que hacer una precisión: no han sido únicamente los servidores públicos quienes han estado en la primera línea luchando contra el virus. Centenares de médicos, enfermeras, celadores, empleados de la limpieza, transportistas, reponedores y cajeras de supermercados y otros muchos profesionales del sector privado han estado también, o en la primera línea de combate frente al coronavirus o en la retaguardia, pero poniendo en riesgo su salud mientras la mayoría de la población se recluía en sus casas con la seguridad de que iba a tener garantizado el suministro de alimentos y de productos de primera necesidad, medicinas incluídas. Todos ellos merecen el mismo reconocimiento que muy merecidamente van a recibir los trabajadores del sector público. No se les puede dejar fuera porque sería una injusticia además de un error.

Pero mientras llega y no llega esa ceremonia solemne de homenaje a las víctimas del Covid-19 presidida por el Rey de España y mientras el país se prepara para recibir a los altos representantes de la Unión Europea y de la Organización Mundial de la Salud, urge que el Gobierno se aplique a dar una información honesta, fiable y digna de ser creída sobre cuántos de nuestros compatriotas han perdido de verdad la vida luchando contra el coronavirus. El Gobierno puede permitirse muchas cosas pero no el hacer el ridículo ante el mundo.

Es imprescindible que las autoridades sanitarias, también las políticas, ofrezcan al país las cifras reales. Por encima de todas las cosas, se lo deben -se lo debemos- a la memoria de los fallecidos y en la misma medida se lo debemos a sus familias.