Jesús concebido por el Espíritu Santo y nacido de María I

Por obra del Espíritu Santo el Hijo de Dios se encarnó en el seno de la Virgen María. La descripción del misterio más grande y amoroso de Dios se encuentra en las primeras páginas de los Evangelios de San Mateo (Mt 1, 18-25) y de San Lucas (Lc 1, 26-38; 2, 1-20). El hombre prueba admiración y conmoción en contemplar la obra de Dios omnipotente. La creación de las maravillas del universo, la creación del hombre y el regalo de su amistad demuestran el tamaño y la bondad de Dios, hablan de su amor infinito. Sin embargo, la encarnación con la colaboración de Maria supera todo precedente y nos manifiesta una característica en más del amor divino: su inmensa misericordia.

¿Por qué se ha hecho el Hijo de Dios Hombre?

«El Verbo se ha hecho carne para salvarnos reconciliándonos con Dios…» (CCC 457). Dios no tuvo ninguna necesidad de redimir a los hombres. El pecado deriva de una libre decisión de la persona humana, y la acción salvadora de Dios nace de un acto suyo libre y gratuito a nuestro beneficio.

«El Verbo se ha hecho carne porque así nosotros conociéramos el amor de Dios…» (CCC 458). La salvación es el regalo más grande del amor de Dios hacia el hombre.

«El Verbo se ha hecho carne para ser nuestro modelo de santidad…» (CCC 459). En su infinita misericordia, Dios quiso darnos el Modelo mejor de santidad y perfección para hacer su Voluntad.

«El Verbo se ha hecho carne porque nos volviéramos”…partícipes de la naturaleza divina…» (2 Pes 1, 4)» (CCC 460). Dios, en su infinita potencia, habría podido borrar el pecado en otro modo. Mandó, en cambio, su Hijo, que, siendo Dios y Hombre, expió la ofensa infinita a Dios contenida en el pecado.

Es la unión de la naturaleza divina y la naturaleza humana en la única Persona divina del Hijo constituyéndose así en Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre, de manera indivisible. La fe en la Encarnación es signo distintivo de la fe cristiana. Él, Hijo de Dios, “engendrado no creado de la misma naturaleza del Padre”, se ha hecho verdaderamente hombre, hermano nuestro, sin dejar con ello de ser Dios, nuestro Señor. Jesucristo tiene dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la Persona del Hijo. Por tanto, todo en la humanidad de Jesús -milagros, sufrimientos, alegrías e incluso la misma muerte- debe ser atribuido a su Persona divina, que obra a través de la naturaleza humana que ha asumido. Porque Dios se hizo hombre por nosotros los hombres y por nuestra salvación: es decir, para reconciliarnos a nosotros pecadores con Dios, darnos a conocer su amor infinito, ser nuestro modelo de santidad y hacernos “partícipes de la naturaleza divina”.

El Concilio de Calcedonia (año 451) enseña que “hay que confesar a un solo y mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, compuesto de alma racional y de cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad; “en todo semejante a nosotros, menos en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad y, por nosotros y nuestra salvación, nacido en estos últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad”. María es verdaderamente Madre de Dios porque es la madre de Jesús (Jn 2, 19,25). En efecto, aquel que fue concebido por obra del Espíritu Santo y fue verdaderamente Hijo suyo, es el Hijo eterno de Dios Padre. Es Dios mismo.

Dios eligió gratuitamente a María desde toda la eternidad para que fuese la Madre de su Hijo; para cumplir esta misión fue concebida inmaculada. Esto significa que, por la gracia de Dios y en previsión de los méritos de Jesús si Hijo, María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción. Por la gracia de Dios, María permaneció inmune de todo pecado personal durante toda su existencia. Ella es la “llena de gracia” (Lc, 1,28), la “toda Santa”. Y cuando el ángel le anuncia que va dar a luz “al Hijo del Altísimo” (Lc1, 31), ella da libremente su consentimiento “por obediencia de la fe” (Rm1, 5). María se ofrece totalmente a la Persona y obra de Jesús, su Hijo, abrazando con toda su alma la voluntad divina de salvación.

El Hijo de Dios asumió un cuerpo dotado de un alma racional humana. Con su inteligencia humana Jesús aprendió muchas cosas mediante el estudio y la experiencia. Pero, también como hombre, el Hijo de Dios tenía un conocimiento íntimo e inmediato de Dios su Padre. Penetraba asimismo los pensamientos secretos de los hombres y conocía plenamente los designios eternos que Él había venido a revelar.

Jesús tenía una voluntad divina y una voluntad humana. En su vida terrena, el Hijo de Dios ha querido humanamente lo que Él ha decidido divinamente junto con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación. La voluntad humana de Jesús secunda, sin oposición o resistencia, su voluntad divina, y está subordinada a ella. Jesús asumió un verdadero cuerpo humano, mediante el cual Dios invisible se hizo visible. Jesús nos ha conocido y amado con un corazón humano. Su corazón traspasado por nuestra salvación es el símbolo del amor infinito que Él tiene al Padre y a cada uno de los hombres.

Cuando decimos que Dios es Amor y que tanto nos ama, estamos recordando que: “El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él” (1 Jn 4, 9) liberándonos del pecado y de la muerte. Y así, al hacernos sus hijos, poder participar de la felicidad Eterna (de su Gloria) en el Cielo y para siempre.