Promesa y esperanza de Redención

Después de de que nuestros primeros padres pecaron y, en consecuencia, se apartaran de Dios, se abrió un abismo que hacía imposible el que los hombres alcanzaran la bienaventuranza para la que fueron creados. Pudo Dios no perdonarlos, como no perdonó a los Ángeles rebeldes. No obstante, desde la eternidad decidió redimir al linaje humano.

La razón fue el amor del Padre por los hombres. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn III, 16). San Pablo escribió a Tito: “Mas cuando se manifestó la bondad, amor y clemencia de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por las obras justas que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (A Tito III, 4-8).

No fue todo castigo lo que Dios prometió a nuestros primeros padres. Después de haber oído las excusas de ambos, se encaró con el demonio y hablando a la serpiente le dijo: “Porque has hecho esto, maldita serás entre todos los animales del campo… Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu raza y la suya. Ésta aplastará tu cabeza y tu pondrás asechanzas a su calcañar” (Gén. III 14-15). La mujer privilegiada que Dios anunció con estas palabras, era la Inmaculada Virgen María, Madre de Jesús, Hijo de Dios.

Nuestros primeros padres entendieron que dios prometía perdonar su pecado, y alentados por esta promesa de redención, aceptaron la sentencia y el castigo impuesto. Se arrepintieron e hicieron penitencia, y Dios compadecido les perdonó. En este momento empieza la religión mesiánica. Desde entonces, el hombre sólo se ha podido salvar por la fe en el Redentor. Adán creía en el Salvador que un día vendría a redimirnos, y los méritos de su muerte se le anticiparon; nosotros creemos que ha venido y se nos aplican los méritos de la pasión y muerte del Redentor.

Adán confió en la palabra de Dios, y transmitió a sus hijos la esperanza de que el Señor cumpliría su promesa, y se verían libres de pecado y de la esclavitud del demonio. De padres a hijos se fue transmitiendo la promesa, facilitada por la longevidad de los Patriarcas. Además, el Señor la renovó y ratificó muchas veces. Con este fin se escogió un pueblo –el hebreo- en el que fue perpetuando la promesa del Redentor.

En la bendición de Noé a su hijo Sem (Gén. IX, 26y27), ya ven los exegetas una bendición directamente mesiánica. También hizo promesas a Abrahán, que ere un hombre justo descendiente de Sem, nacido en Ur de Caldea, y aunque vivía en medio de un pueblo idólatra, nunca abandonó el culto al Dios verdadero. Se le apareció un día el Señor y le dijo: “Sal de tu país, deja la parentelas de la casa de tu padre, y sal para la tierra que yo te indicaré. Yo te haré un gran pueblo. Te bendeciré y engrandeceré tu nombre, que será bendición (Gén., XII, 1y2) en el que nacerá de tu descendencia”. Mas tarde le renovó la promesa en estos términos: “No temas Abrahán yo soy tu escudo, tu recompensa será muy grande. Le contestó Abrahán, Señor, ¿Qué me vas a dar?… Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes, así de numerosa será tu descendencia” (Gén., XV, 1-5).

Posteriormente, para probar la fe del Patriarca, el Señor mandó a Abrahán que sacrificase a su único hijo Isaac… Apenas terminado el sacrificio del carnero en lugar de su hijo Isaac, el Señor le dijo: “Ya que por obedecerme no has perdonado a tu hijo unigénito, te bendeciré largamente y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar, y se adueñará tu descendencia de sus enemigos y la bendecirán todos los pueblos de la tierra. (Gén. XXII, 17 y 18).

La promesa a Jacob. La huída de Jacob de la casa de su padre para no caer en las manos de su hermano Esaú, fue señalada por una importante visión. “Vio en sueños una escala que apoyándose en la tierra llegaba con la cabeza al cielo y por ella subían y bajaban loas Ángeles. Sobre ella estaba Yahvé que le dijo: “Yo soy Yahvé el Dios de Abrahán, tu padre, y el Dios de Isaac, te daré a ti y a tus descendientes, la tierra en que descansas… tu posterioridad será numerosa como el polvo de la tierra, y a ti y a tu Descendencia os bendecirán todas las naciones (Gén. XXVIII, 12-15). Pero, éstas y otras cosas fascinantes e interesantes las iremos viendo, poco a poco, en la Historia Sagrada.