Victoria Subirana (Ripoll, 1959) lleva treinta años entregada a la docencia; en 1988 se marchó a Katmandú (Nepal) para llevar la alfabetización a los niños más desfavorecidos. Tres décadas dedicadas a implementar su propio sistema educativo, la Pedagogía de la Transformación, han dado para mucho: ha sacado de la calle a miles de niños nepalís y a sus familias, ha escrito escrito un libro, ‘Una maestra en Katmandú’ —que inspiró la película ‘Katmandú. Un espejo en el cielo‘ de Icíar Bollaín—, ha vivido la cara más amarga del mundo de la cooperación —declara que su fundación ha sufrido las corruptelas políticas de la Generalitat y del Gobierno nepalí— y denuncia haber sido víctima de torturas en el país asiático a causa de su labor. Con motivo de la presentación de un nuevo libro, ‘Una maestra en Katmandhu. Treinta años después‘ (Huso, 2018), Subirana hace un repaso de las luces y sombras de su trayectoria y reflexiona sobre el sistema educativo actual en España.

El sistema de la Pedagogía de la Transformación que propone Subirana es la antítesis de la fórmula tradicional: un método cuyo fin es la autonomía del alumno, que busca enseñar a aprender, que otorga una importancia capital a que el alumno reflexione sobre cómo asimila los conocimientos y que no se limita a expeler información en bruto, sino que fomenta los valores humanísticos y reivindica la capacidad de la educación como potencia trasformadora de la sociedad a través de la empatía práctica y colectiva.

«Estamos al final de una etapa de lo más oscuro, de lo más sórdido y lo más desgarrador, sobre todo a nivel de sabiduría y de cultura», sentencia Subirana. «A esta civilización, a nivel educativo, la veo en agonía. Las semillas están cayendo en tierra estéril. El modelo está agotado». «Para aprender eso que aprenden, para hacer el tipo de educación que hay en las escuelas no hace falta que los niños vayan a clase. Eso lo puede aprender un niño con un cociente intelectual mínimo con el ordenador. Se mete en internet, le dicen que tiene que hacer y ya».

«Lo que tenemos es que educar para una sabiduría», prosigue. «Para que los niños sean capaces de utilizar la información para el bienestar de ellos mismos y de los que los rodean. Si los niños no se van de la escuela pensando cada día ‘¿cómo puedo utilizar esto que he aprendido?’, es mejor que no vayan a la escuela, porque la escuela lo que hace es idiotizar una mente libre. No nos dan las herramientas para que nosotros mismos seamos los arquitectos de nuestro pensamiento y eso es un suicidio para la libertad de expresión. El maestro debería ser el que te guiase para comprender tu propio proceso de aprendizaje».

Subirana es una voz disidente y heterodoxa dentro de la comunidad educativa e incluso se niega a considerar el fracaso escolar como un fallo del alumno, sino como un indicativo del fallo del sistema. «Esto va a parecer una tontería, pero el gran fracaso escolar que hay es una muestra que las mentes de los niños están sanos, porque los niños, que cuando tienen hambre comen, que cuando quieren comer comen, se guían por unos instintos que rechazan un sistema pedagógico tan desquiciado como es el actual. Es un sistema que les hace culpables, que les dice: tú no vales. Y por suerte, los niños tienen fracaso escolar, porque amoldarse a este sistema educativo es la aniquilación del pensamiento crítico e individual, la capacidad analítica y, sobre todo, la creatividad. La creatividad es la función máxima que han utilizado los grandes pensadores y si se la hubiesen mutilado en la escuela nunca hubieran salido de su propia zona de ‘confort'».

Cuenta Subirana en su libro los obstáculos que tuvo que sortear, viniendo de una familia con pocos recursos, para acceder a la educación universitaria. A los nueve años trabajaba en una peluquería de Ripoll para echar una mano en casa. Hasta los 17, en una fábrica textil. Entonces decidió inscribirse en un módulo de Formación Profesional en la rama de Educación Infantil y más tarde en la Universidad de Vic en la Facultad de Ciencias de la Educación. «Fueron años duros, durante los cuales tuve que superar no sólo el desafío de estudiar y trabajar a un tiempo, sino el de poder sobreponerme al estigma franquista que ‘los que no podían’ llevaban en la frente. Los hijos de los ricos ‘podían’. Yo no tenía derecho», escribe en su libro.

Por eso, la profesora critica el retroceso que ha supuesto que en los últimos años las tasas universitarias se hayan disparado, que las becas se hayan reducido y que se haya implementado un sistema de másters que no está al alcance de cualquier bolsillo. «Hoy en día, 40 años después del fin de la dictadura franquista, la zona donde me crié yo (Ripoll) está igual. No hay ni una univerdad, ni buenas comunicaciones —el tren sigue tardando muchísimo— y seguimos con un sistema en el que sólo los ricos pueden estudiar. Está habiendo un retroceso con las tasas y también en el contenido. Hubo una época muy floreciente de una pedagodía escandalosamente buena en los momentos previos y posteriores a la llegada de la democracia. Se establecieron intituciones de gran calidad y Cataluña fue pionera».

Su vida en Katmandú

Subirana sigue viviendo en Nepal, un país al que llegó a finales de los años 80 y en el que ni el respeto a los Derechos Humanos ni la igualdad de género ni la alfabetización eran una prioridad. Allí montó sus escuelas, puso en práctica su Pedagogía de la Transformación y dio oportunidades a la clase más desfavorecidas de Katmandú. «La comunidad ha hecho un salto abismal. El que ha querido ser médico es médico, el que ha querido ser ingeniero es ingeniero. En el documental ‘Kathmandu. La caja oscura’, y se ve que muchos han montado sus negocios, tienen Facebook, algunos han estudiado en América. Pues al mismo nivel que una familia que está bien aquí en España«.

Sin embargo, Subirana tiene «sentimientos encontrados». Además de sortar los obstáculos de una administración local corrupta que en algunos casos llegó a quedarse con recursos que iban destinados a las escuelas, de haber sufrido el acoso de mafias locales —la catalana denuncia que fue torturada y que pasó doce días ingresada en un hospital durante los cuales echaron a los niños a la calle y robaron el dinero destinado para la construcción de una escuela— a finales de la pasada década, su fundación, la Vicki Educational and Development Foundation Nepal (Vedfon), se vio envuelta en un escándalo a raíz del suicidio de una niña minusválida alumna de una de sus escuelas y el posterior descubrimiento de un caso de malversación de fondos por parte de miembros del patronato de la Fundación. Hace dos años, el Tribunal Supremo la absolvió de las acusaciones de apropiación indebida tras una campaña de desprestigio que, según ella, desembocó en la disminución de las donaciones a su fundación y el consecuente cierre de alguna de sus escuelas.

«La escuela lo significaba todo para ellos: sin ella no comían, porque era el banco de alimentos; si tenían un problema legal, la escuela les proporcionaba esa cobertura; a sus padres les alfabetizó para que pudieran dejar trabajos indignos. En un Estado de derecho como España, de eso se ocupa el Estado y la escuela es la que tiene la misión de desarrollar y transmitir conocimientos. Pero en Nepal, en la escuela tenían una cobertura social tan grande que si no venían se quedaban totalmente desprotegidos», explica.

Subirana acusa además al Gobierno de la Generalitat de haberla dejado en la estacada y no haberla apoyado y de, en algunos casos, haberla boicoteado y haber reducido las subvenciones de cooperación destinadas a su fundación. «Hay un perfil que se ha destapado que pertenece a las raíces más podridas de un asentamiento político que sólo vela por sus intereses y sus propios fines en el terreno que sea. Y en la cooperación internacional era: patriotismo y beneficios para ellos. No se puede vivir en el siglo XXI, yendo a manifestaciones a favor de los Derechos Humanos y luego permanecer impasible en tu propia casa cuando suceden cosas como esta».

«Sí que es verdad que tengo una gran decepción no con Nepal, sino con la política que se ejercía en mi región de origen, Cataluña, y que se sigue ejerciendo, de estar para muchas cosas que son superfluas y de no haber tenido la empatía de apoyar a una ciudadana catalana que no estaba sufriendo por ella misma, sino por una comunidad aplastada», lamenta. «Ha habido profesores en Cataluña que tienen silla, como una delegada de género de la universidad de Barcelona o alguien que está en el Patronato de Escuelas Federadas de la Unesco en Cataluña, que tendrán que explicarles a estos niños por qué iban quitándoles las subvenciones. Los perjudicados han sido estos niños que han sido enviados a la calle por profesores de universidad«.

Pero de sus treinta años como cooperante, todavía se queda con lo más positivo de su viaje. «Hay una parte de mí que corrobora que la pedagogía a través de la enseñanza que yo he estado impartiendo a lo largo de estos 30 años es una herramienta muy poderosa para aliviar muchos de los problemas que están acuciando el siglo XXI. Lo he probado con los más desahuciados y con gente que no tenía ningún recurso en una sociedad en desventaja total, con la ausencia de los Derechos Fundamentales. Si yo sola, una persona que es insignificante en Nepal y en el mundo he conseguido sacar a más de 1.500 niños y sus familias de la calle me da la esperanza y la convicción de que se puede conseguir el cambio si se canalizan bien los recursos y se trabaja con honestidad. Niños que hace 30 años estaban expuestos a todo tipo de calamidades y que estaban en las manos de gente que hacía con ellos lo que quería, como mínimo ahora tienen la opción de elegir su futuro«.